LA LEYENDA DE ÍCARO Y DÉDALO
(Cuento sobre el seguir
instrucciones)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
TEMAS:
Seguir instrucciones, obediencia y seguir normas.
SUBTEMAS:
Asumir las consecuencias de los propios actos.
GRUPO
ETARIO: 16-18.
Los muchachos de hoy en
día no siempre se regalan la posibilidad de entender a sus mayores. Suele
suceder que ante una orden impartida o una instrucción dada brota la rebeldía,
la impaciencia, el fastidio o la incomodidad. - ¡Cucho fastidioso! ¡Ahora que dizque esperar!.. ¡Qué tal, ahh! El viejo es viejo y no porque sí da sus
instrucciones, órdenes y recomendaciones. La experiencia y la sabiduría de los
años guían sus palabras. Pero estos sensatos principios el muchacho no los
comprende en medio de su irreflexividad y su desenfreno. Pareciera ser como si
la vida se le fuera a acabar de un momento a otro y desde ya quiere
experimentar, ver, volar, en fin. Y estas cosas no siempre se pueden. Hay
procesos en la vida que exigen de manera estricta que todo se dé a su debido
tiempo.
Sobre este bonito tema
vamos a evocar una maravillosa historia de la mitología grecolatina que todos
alguna vez quizás hemos escuchado. La historia de Ícaro y Dédalo, ambos de la
isla griega de Creta en los tiempos de la Grecia arcaica. Refiere la leyenda
que hace mucho pero mucho tiempo había un rey en la isla de Creta llamado
Minos, que era famoso por su sensatez y sabiduría. Los mismos dioses lo habían
preferido entre sus hermanos para ser rey de la isla de Creta, debido a que era
un hombre de profundos principios morales y que se tomaba el lapso suficiente
para pensar bien las cosas, antes de tomar una determinación. La esposa de Minos era la reina Pasifae, e
hija de ambos era la maravillosa princesa Ariadna, a quien le fascinaba tejer
todo el día en palacio, bellas telas con hilos de oro y plata. Por venganza de
Poseidón, dios del mar, a quien un día ofendiera Minos de manera grave, el dios
ordenó a Afrodita –diosa de la belleza y del amor- que hiciera nacer en su
esposa un insano amor por un animal monstruoso: el maravilloso toro de Creta.
Animal cuya pelambre era
de plata resplandeciente y que alguna vez el propio Poseidón lo regalara a
Minos para que se lo ofreciera en sacrificio. Pero Minos, llenándose de codicia
había decidido quedarse con el hermoso animal y sacrificarle en su lugar a
Poseidón un toro común y corriente. Esto enfureció al dios del mar. La venganza
de Poseidón se cumplió y la reina Pasifae acabó perdidamente enamorada del toro
de Creta, con quien se veía cada día a escondidas de su exigente esposo. Pero
Pasifae fue más allá. Un día y sin que su esposo el rey lo notara, le pidió a
Dédalo –el habilísimo artesano de la corte- que le fabricara un maniquí con
forma de vaca. ¿Cuál era la intención de la reina? Ella quería quedar
embarazada del toro de Creta y efectivamente, con la ayuda de Dédalo lo
consiguió. La reina quedó en estado y al cabo de nueve meses dio a luz a un
terrible monstruo, el Minotauro. Hombre con cabeza de toro que se alimentaba de
carne humana y al cual había que alimentarlo regularmente. Cuando nació
semejante bestia, Minos lloró amargamente su irreflexividad y su no seguir la
sensatez y la cordura en el caso del toro de Creta. Ahora los dioses castigaban su terquedad con
un terrible monstruo que debía vivir en el propio palacio real. Repuesto de tan
duro golpe, Minos hizo encarcelar a la reina e hizo capturar al artesano Dédalo
y a su hijo, el jovencito Ícaro. Ordenó entonces al artesano que le construyera
un laberinto al aire libre, del cual fuera imposible volver a salir, una vez
que se había caminado unos cuantos pasos dentro de él. Dédalo –muy diligente
como siempre había sido- puso manos a la
obra y fabricó en las afueras del palacio real, en una extensa llanura,
un extraño edificio con idas y venidas, vueltas, revueltas y miles de recovecos. Una vez que lo
terminó casi un años después, se lo presentó al rey, seguro de que este lo iba
a felicitar. Pero no se imaginaba lo que el rey Minos le tenía preparado a él y
a su hijo Ícaro. Minos ordenó a los guardias que cogieran a los dos –padre e
hijo-, los ataran de pies y manos, les vendaran los ojos y los arrojaran dentro
del edificio recién hecho. Así Dédalo quedó prisionero de su propio invento.
Pero el artesano era un
hombre muy hábil e inteligente y junto con su pequeño hijo, pasaron horas, días
y semanas estudiando la manera de escapar de aquella trampa de paredes.
Mientras tanto se alimentaban con la miel de abejas que hallaban abundante
dentro del laberinto y bebían el agua lluvia. Finalmente Dédalo le dijo a
Ícaro…
-¡Lo tengo hijo! Mira... ¡Allá al final de ese callejón crecen
las varas silvestres de bambú! ¡Cazaremos pájaros marinos con estas hondas!
Armaremos alas con armazón de bambú y con la cera de abejas silvestres del
panal que bajamos ayer, pegamos las plumas y listo… ¡Escaparemos de aquí!
-¡Papá! Eres todo un genio…
Y diciendo y haciendo,
Dédalo e Ícaro se dieron a la tarea de cazar aves silvestres, desplumarlas y
armas alas con bambú y cera de abejas. Al poco tiempo estrenaban su
resplandeciente par de alas cada uno y padre e hijo surcaban los aires, lejos
de aquel malhadado edificio laberíntico, donde de otro modo seguramente
hubieran muerto de hambre y sed. Pero
antes de lanzarlo a los aires, Dédalo le dio las siguientes recomendaciones al
joven e irreflexivo Ícaro…
-¡Ten en cuenta, hijo, que no deberás volar muy alto, porque
el sol derretirá la cera que mantiene unidas las plumas a las varas; y te
podrás precipitar al mar Mediterráneo!
¡Ten así mismo en cuenta que no deberás volar muy cerca del
mar, porque el agua humedecerá las plumas y por el peso, también se caerán!
-¡Sí padre! Pierde cuidado que tendré en cuenta tus
recomendaciones… Te lo prometo.
Una vez en el aire Ícaro
olvidó la promesa hecha a su padre. Le pareció maravilloso poder deslizarse en
el viento entre las nubes y entre las delicadas corrientes de aire frío del
Mediterráneo. Miró encima de sí y pudo contemplar el cielo azul zafiro intenso.
En ese momento un extraño impulso lo llevó a subir, subir y seguir subiendo.
Dédalo le gritaba desesperado…
-¡Ícaro! ¡Ícaro! ¡Detente! ¡Nooo!
Pero las poderosas
corrientes de viento ahogaron su desesperado grito. Ya nada se podía hacer.
Ícaro había remontado tan alto que casi se había enredado entre los hilos de
oro del cabello de Helios, el dios del sol. Sus alas se empezaron a desbaratar
hasta que quedaron las ramitas peladas de bambú, sin ninguna pluma, cubiertas
de cera derretida de abejas. En este dramático momento su cuerpo se precipitó
desde esa enorme altura a las rugientes aguas del Mediterráneo. Ícaro perdió la
vida por dejarse llevar por el impulso del momento y no atender las
instrucciones de su padre. Dédalo pudo llegar sano y salvo a tierra firme pero
lloró amargamente la muerte de su hijo, quien quedó como símbolo universal de
la juventud temeraria que desdeña los consejos de los viejos, porque los juzgan
aburridos y anti chéveres como suelen decir. Ícaro es actualmente uno de los
tantos símbolos de la Fuerza Aérea Colombiana, porque se atrevió a desafiar al
viento y las alturas, aunque lo pagó con su vida
El
Yopal (Casanare), marzo 1° de 2012
Colombia
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