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Escritor, investigador y humanista colombiano, con estudios en filosofía. Fomentador de los cánones clásicos de la poesía española e hispanoamericana, en un sano marco de patriotismo colombiano y latinoamericano.

jueves, 29 de agosto de 2019

LA LEYENDA DE ÍCARO Y DÉDALO (Cuento sobre el seguir instrucciones)

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LA LEYENDA DE ÍCARO Y DÉDALO
(Cuento sobre el seguir instrucciones)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala

TEMAS: Seguir instrucciones, obediencia y seguir normas.
SUBTEMAS: Asumir las consecuencias de los propios actos.
GRUPO ETARIO: 16-18.

Los muchachos de hoy en día no siempre se regalan la posibilidad de entender a sus mayores. Suele suceder que ante una orden impartida o una instrucción dada brota la rebeldía, la impaciencia, el fastidio o la incomodidad. - ¡Cucho fastidioso! ¡Ahora que dizque esperar!.. ¡Qué tal, ahh!  El viejo es viejo y no porque sí da sus instrucciones, órdenes y recomendaciones. La experiencia y la sabiduría de los años guían sus palabras. Pero estos sensatos principios el muchacho no los comprende en medio de su irreflexividad y su desenfreno. Pareciera ser como si la vida se le fuera a acabar de un momento a otro y desde ya quiere experimentar, ver, volar, en fin. Y estas cosas no siempre se pueden. Hay procesos en la vida que exigen de manera estricta que todo se dé a su debido tiempo. 

Sobre este bonito tema vamos a evocar una maravillosa historia de la mitología grecolatina que todos alguna vez quizás hemos escuchado. La historia de Ícaro y Dédalo, ambos de la isla griega de Creta en los tiempos de la Grecia arcaica. Refiere la leyenda que hace mucho pero mucho tiempo había un rey en la isla de Creta llamado Minos, que era famoso por su sensatez y sabiduría. Los mismos dioses lo habían preferido entre sus hermanos para ser rey de la isla de Creta, debido a que era un hombre de profundos principios morales y que se tomaba el lapso suficiente para pensar bien las cosas, antes de tomar una determinación.  La esposa de Minos era la reina Pasifae, e hija de ambos era la maravillosa princesa Ariadna, a quien le fascinaba tejer todo el día en palacio, bellas telas con hilos de oro y plata. Por venganza de Poseidón, dios del mar, a quien un día ofendiera Minos de manera grave, el dios ordenó a Afrodita –diosa de la belleza y del amor- que hiciera nacer en su esposa un insano amor por un animal monstruoso: el maravilloso toro de Creta.

Animal cuya pelambre era de plata resplandeciente y que alguna vez el propio Poseidón lo regalara a Minos para que se lo ofreciera en sacrificio. Pero Minos, llenándose de codicia había decidido quedarse con el hermoso animal y sacrificarle en su lugar a Poseidón un toro común y corriente. Esto enfureció al dios del mar. La venganza de Poseidón se cumplió y la reina Pasifae acabó perdidamente enamorada del toro de Creta, con quien se veía cada día a escondidas de su exigente esposo. Pero Pasifae fue más allá. Un día y sin que su esposo el rey lo notara, le pidió a Dédalo –el habilísimo artesano de la corte- que le fabricara un maniquí con forma de vaca. ¿Cuál era la intención de la reina? Ella quería quedar embarazada del toro de Creta y efectivamente, con la ayuda de Dédalo lo consiguió. La reina quedó en estado y al cabo de nueve meses dio a luz a un terrible monstruo, el Minotauro. Hombre con cabeza de toro que se alimentaba de carne humana y al cual había que alimentarlo regularmente. Cuando nació semejante bestia, Minos lloró amargamente su irreflexividad y su no seguir la sensatez y la cordura en el caso del toro de Creta.  Ahora los dioses castigaban su terquedad con un terrible monstruo que debía vivir en el propio palacio real. Repuesto de tan duro golpe, Minos hizo encarcelar a la reina e hizo capturar al artesano Dédalo y a su hijo, el jovencito Ícaro. Ordenó entonces al artesano que le construyera un laberinto al aire libre, del cual fuera imposible volver a salir, una vez que se había caminado unos cuantos pasos dentro de él. Dédalo –muy diligente como siempre había sido- puso manos a la  obra y fabricó en las afueras del palacio real, en una extensa llanura, un extraño edificio con idas y venidas, vueltas,  revueltas y miles de recovecos. Una vez que lo terminó casi un años después, se lo presentó al rey, seguro de que este lo iba a felicitar. Pero no se imaginaba lo que el rey Minos le tenía preparado a él y a su hijo Ícaro. Minos ordenó a los guardias que cogieran a los dos –padre e hijo-, los ataran de pies y manos, les vendaran los ojos y los arrojaran dentro del edificio recién hecho. Así Dédalo quedó prisionero de su propio invento.

Pero el artesano era un hombre muy hábil e inteligente y junto con su pequeño hijo, pasaron horas, días y semanas estudiando la manera de escapar de aquella trampa de paredes. Mientras tanto se alimentaban con la miel de abejas que hallaban abundante dentro del laberinto y bebían el agua lluvia. Finalmente Dédalo le dijo a Ícaro…

-¡Lo tengo hijo! Mira... ¡Allá al final de ese callejón crecen las varas silvestres de bambú! ¡Cazaremos pájaros marinos con estas hondas! Armaremos alas con armazón de bambú y con la cera de abejas silvestres del panal que bajamos ayer, pegamos las plumas y listo… ¡Escaparemos de aquí!
-¡Papá! Eres todo un genio…

Y diciendo y haciendo, Dédalo e Ícaro se dieron a la tarea de cazar aves silvestres, desplumarlas y armas alas con bambú y cera de abejas. Al poco tiempo estrenaban su resplandeciente par de alas cada uno y padre e hijo surcaban los aires, lejos de aquel malhadado edificio laberíntico, donde de otro modo seguramente hubieran muerto de hambre y sed.  Pero antes de lanzarlo a los aires, Dédalo le dio las siguientes recomendaciones al joven e irreflexivo Ícaro…

-¡Ten en cuenta, hijo, que no deberás volar muy alto, porque el sol derretirá la cera que mantiene unidas las plumas a las varas; y te podrás precipitar al mar Mediterráneo!
¡Ten así mismo en cuenta que no deberás volar muy cerca del mar, porque el agua humedecerá las plumas y por el peso, también se caerán!
-¡Sí padre! Pierde cuidado que tendré en cuenta tus recomendaciones… Te lo prometo.

Una vez en el aire Ícaro olvidó la promesa hecha a su padre. Le pareció maravilloso poder deslizarse en el viento entre las nubes y entre las delicadas corrientes de aire frío del Mediterráneo. Miró encima de sí y pudo contemplar el cielo azul zafiro intenso. En ese momento un extraño impulso lo llevó a subir, subir y seguir subiendo. Dédalo le gritaba desesperado…

-¡Ícaro! ¡Ícaro! ¡Detente! ¡Nooo!

Pero las poderosas corrientes de viento ahogaron su desesperado grito. Ya nada se podía hacer. Ícaro había remontado tan alto que casi se había enredado entre los hilos de oro del cabello de Helios, el dios del sol. Sus alas se empezaron a desbaratar hasta que quedaron las ramitas peladas de bambú, sin ninguna pluma, cubiertas de cera derretida de abejas. En este dramático momento su cuerpo se precipitó desde esa enorme altura a las rugientes aguas del Mediterráneo. Ícaro perdió la vida por dejarse llevar por el impulso del momento y no atender las instrucciones de su padre. Dédalo pudo llegar sano y salvo a tierra firme pero lloró amargamente la muerte de su hijo, quien quedó como símbolo universal de la juventud temeraria que desdeña los consejos de los viejos, porque los juzgan aburridos y anti chéveres como suelen decir. Ícaro es actualmente uno de los tantos símbolos de la Fuerza Aérea Colombiana, porque se atrevió a desafiar al viento y las alturas, aunque lo pagó con su vida

El Yopal (Casanare), marzo 1° de 2012

Colombia

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